En su cuplé más filoso, La Tapadita, la murga uruguaya Asaltantes con Patente ironiza sobre un fenómeno político tristemente frecuente: cómo los gobernantes, ante un escándalo que los deja mal parados, fabrican uno aún mayor para desviar la atención. En clave de humor local, enumeran un centenar de hechos corruptos del gobierno de Luis Lacalle Pou como si todos obedecieran a una meticulosa estrategia para distraer de un asunto de Estado crucial: su incipiente calvicie.
Lo que en Uruguay puede hacernos reír —o llorar de risa—, en otros contextos se traduce en tragedias de escala global. Si levantamos la mirada hacia Medio Oriente, vemos cómo este mismo mecanismo se repite con consecuencias alarmantes para la estabilidad mundial.
En los últimos años, Uruguay vivió un boom de inversiones ganaderas que parecía sacado de un manual de éxito económico: fondos que garantizaban rentabilidades atractivas, miles de inversores apostando al crecimiento del sector y un país que, según se decía, demostraba su estabilidad financiera.
Si algo distingue al fútbol uruguayo, además de la garra charrúa y los estadios con butacas que datan de la dictadura, es la facilidad con la que los clubes se endeudan. No importa cuánto entre, siempre se gasta más. Y en ese escenario donde el rojo en las cuentas es tan tradicional como el mate amargo, Peñarol decidió hacer algo impensado: pagar lo que debe y en fecha. Un sacrilegio financiero que, por supuesto, generó incomodidad en más de uno.
La política uruguaya actual tiene un aire de ironía difícil de ignorar.
Ah, sí, Francisco Sanguinetti Gallinal, una verdadera joya de la aristocracia del pensamiento, probablemente forjado en alguna extraña alquimia genética entre dos apellidos que suenan como un culebrón decimonónico.
Hay que leer cada pelotudez..