En su cuplé más filoso, La Tapadita, la murga uruguaya Asaltantes con Patente ironiza sobre un fenómeno político tristemente frecuente: cómo los gobernantes, ante un escándalo que los deja mal parados, fabrican uno aún mayor para desviar la atención. En clave de humor local, enumeran un centenar de hechos corruptos del gobierno de Luis Lacalle Pou como si todos obedecieran a una meticulosa estrategia para distraer de un asunto de Estado crucial: su incipiente calvicie.
Lo que en Uruguay puede hacernos reír —o llorar de risa—, en otros contextos se traduce en tragedias de escala global. Si levantamos la mirada hacia Medio Oriente, vemos cómo este mismo mecanismo se repite con consecuencias alarmantes para la estabilidad mundial.
Imaginá que un día, bien temprano, una ciudad cualquiera empieza a llenarse de visitantes. No llegan en silencio, ni por pocos: son cientos, miles. Algunos vienen en autos, otros en camionetas, pero los más visibles lo hacen a caballo.
El nuevo gobierno del Frente Amplio ha elegido el camino más difícil y, por eso mismo, el más digno: gobernar con hechos.
Desde hace más de tres décadas, América Latina viene siendo parte de un proceso impulsado desde los grandes centros de poder económico mundial, que busca achicar al máximo el rol del Estado, abrir las economías a los grandes capitales y transformar a nuestras sociedades en simples proveedoras de recursos y mano de obra barata.
Se leen muchas barbaridades con respecto a Israel y los judíos. Algunas son por desconocimiento y otras son totalmente adrede para confundir y llevar agua a su molino.
En el vasto y, a menudo, confuso mundo de las finanzas digitales, las criptomonedas han emergido como las estrellas rutilantes que prometen revolucionar la economía. Sin embargo, como en todo espectáculo deslumbrante, siempre hay espacio para el drama y, en este caso, para la ironía más mordaz.
En un país donde la educación y la seguridad pública piden a gritos más recursos, la Intendencia de Paysandú sorprende con un curioso despliegue de generosidad hacia sus propios jerarcas.
En los últimos años, Uruguay vivió un boom de inversiones ganaderas que parecía sacado de un manual de éxito económico: fondos que garantizaban rentabilidades atractivas, miles de inversores apostando al crecimiento del sector y un país que, según se decía, demostraba su estabilidad financiera.
Se han analizado profusamente sus tics, su indiferencia ante el dolor ajeno, esa rutina monótona de la maldad cotidiana.
Si algo distingue al fútbol uruguayo, además de la garra charrúa y los estadios con butacas que datan de la dictadura, es la facilidad con la que los clubes se endeudan. No importa cuánto entre, siempre se gasta más. Y en ese escenario donde el rojo en las cuentas es tan tradicional como el mate amargo, Peñarol decidió hacer algo impensado: pagar lo que debe y en fecha. Un sacrilegio financiero que, por supuesto, generó incomodidad en más de uno.