“La Tapadita”: la estrategia para esconder el genocidio en Palestina
En su cuplé más filoso, La Tapadita, la murga uruguaya Asaltantes con Patente ironiza sobre un fenómeno político tristemente frecuente: cómo los gobernantes, ante un escándalo que los deja mal parados, fabrican uno aún mayor para desviar la atención. En clave de humor local, enumeran un centenar de hechos corruptos del gobierno de Luis Lacalle Pou como si todos obedecieran a una meticulosa estrategia para distraer de un asunto de Estado crucial: su incipiente calvicie.
Lo que en Uruguay puede hacernos reír —o llorar de risa—, en otros contextos se traduce en tragedias de escala global. Si levantamos la mirada hacia Medio Oriente, vemos cómo este mismo mecanismo se repite con consecuencias alarmantes para la estabilidad mundial.
Desde hace meses, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu enfrenta no solo una creciente condena internacional por su accionar militar en Palestina, sino también una profunda crisis política interna. Las masivas protestas ciudadanas contra su reforma judicial —que buscaba debilitar a la Corte Suprema y concentrar el poder en el Ejecutivo— revelaron una fractura social sin precedentes en Israel. Esta crisis institucional, sumada a las acusaciones de corrupción que lo persiguen desde hace años, lo dejó al borde del colapso político.
Como si eso fuera poco, las operaciones militares en Gaza —con miles de muertos civiles y la destrucción sistemática de infraestructura básica— han despertado la alarma de organismos internacionales. La Corte Internacional de Justicia, aunque aún no ha emitido una condena definitiva, reconoció que existen “indicios plausibles de genocidio”. En paralelo, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional solicitó una orden de arresto contra Netanyahu por presuntos crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.
Detrás de estas acciones no solo está un primer ministro debilitado, sino una ideología de fondo: el sionismo, en su versión actual más radicalizada, convertido en doctrina de gobierno por el partido de ultraderecha que lidera Netanyahu y que controla las decisiones militares y políticas en Israel. Esta corriente, que sostiene la supremacía judía en todo el territorio bajo dominio israelí, promueve la anexión total de los territorios palestinos y niega el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino. Incluso dentro de Israel, sectores crecientes de la ciudadanía —judíos, laicos, religiosos moderados y exmilitares— cuestionan abiertamente esta deriva autoritaria y violenta del sionismo político, al que acusan de poner en riesgo la propia democracia israelí y de provocar un aislamiento internacional sin precedentes.
Frente a semejante presión externa e interna, la estrategia se activa: se genera una nueva crisis. Así aparece la supuesta “amenaza existencial” de Irán. Un ataque a la embajada israelí en Damasco —de autoría incierta— desencadena una escalada militar entre dos potencias regionales. Israel bombardea territorio iraní, Irán responde con misiles. Y el mundo, que observaba horrorizado la masacre en Gaza, ahora contiene el aliento ante el fantasma de una Tercera (y quizás última) Guerra Mundial.
Esta “tapadita” internacional se complementa con el blindaje ideológico de la ultraderecha global. Donald Trump, ícono de ese sector, ha defendido abiertamente a Netanyahu y su política militar, convirtiendo el apoyo al sionismo en una bandera identitaria de la derecha radical. No se trata solo de alianzas geopolíticas: es un proyecto de poder que comparte valores, enemigos y narrativas. La excusa de “defender la civilización occidental” sirve tanto para justificar el exterminio en Gaza como para reprimir disidencias internas y recortar derechos en nombre de la seguridad.
Todo esto también es funcional a la estrategia del propio Trump, decidido a profundizar el enfrentamiento global mientras enfrenta una grave crisis interna. Su campaña de deportaciones masivas desató fuertes protestas en Estados Unidos, especialmente en California, el estado más rico del país. Las redadas ejecutadas por el ICE provocaron una reacción inédita: más de 4 000 miembros de la Guardia Nacional y 700 marines fueron desplegados en Los Ángeles, algo no visto desde los disturbios de 1965. El gobernador Gavin Newsom calificó la medida como autoritaria, mientras que varios altos mandos militares se mostraron reacios a reprimir manifestaciones civiles, cuestionando la politización de las fuerzas armadas. A pesar de las críticas, el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito avaló el despliegue, alegando su legalidad.
Esta doble ofensiva —internacional en Medio Oriente y doméstica con militarización interna— responde a una misma lógica: crear un “shock superior” que borre los escándalos anteriores. El objetivo es claro: captar la atención mediática con una defensa nacionalista y amenazas externas, mientras se ocultan conflictos internos, procesos judiciales y acusaciones graves.
Y mientras tanto, Gaza sigue ardiendo.
La “tapadita” ya no es solo una metáfora murguera. Es una advertencia. Una denuncia urgente sobre cómo la mentira organizada, la distracción planificada y el conflicto artificial pueden empujarnos, sin darnos cuenta, al abismo. Tal vez no haga falta una guerra mundial para entenderlo: ya estamos demasiado cerca del borde del abismo, prontos para dar un paso adelante.
0 Comments